“LA
DAMA QUE COSTÓ UN REINO”
FINALISTA
PREMIO INTERNACIONAL DE RELATO CORTO CIUDAD DE CONSTANTÍ 2020
Toledo
710 dc.
A
Don Rodrigo no lo quería nadie, había llegado al poder de forma intrigante,
conspirando para procurar la muerte de su antecesor, Witiza, vengando lo que
este hizo con su padre.
Digamos que Don Rodrigo se creía un gallo
hermoso y aunque su mujer era muy bella, no se contentaba solo con ella.
Egilona, así se llamaba la pobre dama, estaba en continua depresión por las
infidelidades del adultero de su marido.
Florinda
la Cava era una joven refinada y según las crónicas de la época, debía ser la
más guapa entre las guapas. Su belleza y el capricho del monarca harían cambiar
la historia de España y por ende del mundo conocido. Don Rodrigo se quedó
prendado de ella y con la excusa de procurarle una vida holgada —mientras se le
buscaba un buen casorio, cosa muy normal por aquella época— le pidió al padre
—el Conde don Julián, señor de Ceuta— que la trajera a palacio. Ceuta
pertenecía a Bizancio y mantenía muy buenas relaciones con los godos españoles,
por la cuenta que les traía.
Ardía
el sol vespertino sobre la ciudad de Toledo, en un tórrido mes de julio,
mientras desde las estancias reales invadía los amplios pasillos la voz grave y
potente del obispo de Toledo dirigiéndose al Rey.
—Majestad,
dejad que uno de mis monjes, del monasterio de Santo Domingo de Silos, os
remedien del mal de la sarna, no permitáis que las manos de una doncella rocen
vuestra real carne.
—Por
Dios, mi querido Sinderedo, que insinuáis con vuestros temores, ¿qué mejor que
unas virginales manos para manejar la aguja de oro destinada a hurgar en cada
una de mis llagas? No temáis nada de este leal servidor de nuestro señor
Jesucristo, por su gracia fui ungido, bueno, por su gracia y por la gracia de
mis queridos nobles y de vuestra leal corte clerical. ¿Acaso no me conocéis?
—Por
eso mismo D. Rodrigo, por eso mismo, porque os conozco temo, si no, ¿a qué
vuestra sarna?
—Monsergas
de obispo, bahhh, ¡dejadnos sólo Sinderedo!
—Debéis
tener en cuenta que, aparte de los hijos de Witiza y sus partidarios, con
vuestro atrevimiento en la ceremonia de coronación — ciñéndoos vos mismo la
corona real— os habéis buscado, gratuitamente, nuevos enemigos tanto entre los
nobles como en el pueblo llano, al que no le ha sentado nada bien vuestra
osadía. No compliquéis más las cosas Majestad.
—Sinderedo,
¿queréis hacer el favor de dejadnos solo? —casi susurrando, entre dientes dijo
estas palabras, más pareciera que las pronunciara una víbora que un rey.
—Como
gustéis Señor, como gustéis. —Con un mohín de insatisfacción y preocupación
abandonó el obispo la estancia real. En su mente, la idea recurrente de la
incorregibilidad de aquel elegido, engreído y egoísta, al que tenía que
obedecer por la gracia divina.
—
¡Argilo! —el así llamado era el comes cubicularium o ayuda de cámara del Rey—
trae a nuestra presencia a Doña Florinda.
Esto
iba ordenando el monarca, a voz en grito, mientras se desprendía de sus
vestiduras dejando al aire sus reales vergüenzas y sus erupciones sarnosas.
—Argilo,
presto que me está matando la picazón, traednos a esa doncella.
El
siervo, dando traspiés, fue en busca de Florinda quien, junto a otras doncellas
de la corte, se encontraba dándose un baño en el lago ajardinado de su
residencia.
D.
Rodrigo, desde el alfeizar de la ventana, contemplaba la escena extasiado por
la belleza de la joven Florinda. Siguió, con impaciente mirada, el itinerario
recorrido por su sirviente Argilo dando cojetadas a “paso de tortuga”. Al menos
eso le parecía al cada vez más ansioso monarca. —por mor de una poliomielitis
contraída cuando tenía tres años, al pobre Argilo, se le había quedado la
pierna izquierda cinco centímetros más corta que la derecha.
Cuando
Argilo llegó a la entrada del jardín donde se bañaban las doncellas, le salió
al paso, desde los setos que lo rodeaban, una vieja marmota haciendo
aspavientos y gritando a pleno pulmón frases e improperios que D. Rodrigo,
desde la distancia, no conseguía descifrar. Sonrió ante tan cómica escena pues
el azacán cayó de espaldas a causa del enorme susto que le dio la inesperada
aparición. Apaciguados los ánimos, después de un aparentemente pacífico
intercambio de intenciones, la vieja marmota entró al jardín y le transmitió a
Florinda el requerimiento real.
La
doncella, ignorante de estar siendo observada por el rijoso monarca, salió del
agua cual Venus Anadiomena, luciendo una espesa trenza de brillante pelo
azabache que le sobrepasaba el tronco llegando hasta la altura de los muslos.
Esta esplendida visión enalteció los ánimos lujuriosos del Rey, quien decidió,
en ese preciso instante, hacer suya a Doña Florinda, la hija del Conde Don
Julián, puesta bajo su real y cortesana protección.
Secó
la vieja marmota la blanca piel de Florinda y sobre la misma le colocó un
peplum de color morado sobre el cual enrolló, de grácil manera, una hermosa
palla blanca bordada con motivos florares en hilo de oro, al estilo de la Roma
clásica. Una vez así ataviada, le calzó unos calceus de cuero marrón ajustados
a los pies, ahusados en las punteras, que le cubría los tobillos, atados a las
piernas con tiras de cuero del mismo color.
Cuando
estuvo lista, acompañada por las cojetadas de Argilo, se dirigió hacia las
estancias reales, donde esperaba su majestad el Rey con la libido disparatada.
Lo
que sucedió en aquella estancia nos lo podemos imaginar. No se sabe si la
doncella fue forzada por D. Rodrigo o si la relación fue de buen grado —nadie
había en esa alcoba para prestar testimonio.
El caso es que Florinda acostumbraba a
remitir, a su padre D. Julián, cartas a través de los enviados a la corte por
este. En la última misiva, quizás en un intento por justificar su más que
evidente preñez y aludiendo la joven no estar dispuesta a seguir con una
relación pecaminosa, le comunicó a su padre la “forzada” relación mantenida con
el Rey.
D. Julián sintió su honor y su honra —que a la
postre valdría un reino— mancillada. Traicionada la confianza depositada en el
monarca, juró venganza y sedujo a los moros para que invadiesen la península,
él mismo pondría los barcos.
Antes
de consumar la venganza sacó a su hija de la corte con la excusa de que su
esposa se había puesto enferma y necesitaba los cuidados de la muchacha.
Se acababa
de poner en marcha, con la Batalla del Guadalete que concluyó en masacre de las
huestes cristianas, la invasión musulmana y la conversión de la península
ibérica al Islam —desde 711, hasta 1492 con la toma de Granada por los Reyes
Católicos.
Al
poco de concluir la refriega, el caballo del rey apareció vivo, asaeteado,
corriendo por el río.
Estos
acontecimientos propiciaron el nacimiento de Al Andalus, siendo su primer wallí
un hijo del moro Muza que, para mayor inri, tomó como esposa a Egilona, la viuda
de D. Rodrigo.
En
las proximidades de donde tuvo lugar el combate existe una finca llamada Sosa,
allí posiblemente perdería la vida el monarca visigodo.
Los lugareños contaban que, a mediados del
siglo XX, se aparecía una extraña luz que salía por detrás de una fuente, la
dichosa luz corría velozmente aterrando a los que estuvieran presentes. De tal
manera se mantiene este recuerdo que hoy, en Puerto Serrano, cuando alguien
corre se dice: “Andas más que la luz de Sosa.”
A
saber si no es esta extraña luz el fantasma vagante de Don Rodrigo.
Jara