jueves, 6 de enero de 2022

 

“LA DAMA QUE COSTÓ UN REINO”

 

FINALISTA PREMIO INTERNACIONAL DE RELATO CORTO CIUDAD DE CONSTANTÍ 2020

Toledo 710 dc.

A Don Rodrigo no lo quería nadie, había llegado al poder de forma intrigante, conspirando para procurar la muerte de su antecesor, Witiza, vengando lo que este hizo con su padre.

Digamos que Don Rodrigo se creía un gallo hermoso y aunque su mujer era muy bella, no se contentaba solo con ella. Egilona, así se llamaba la pobre dama, estaba en continua depresión por las infidelidades del adultero de su marido.

Florinda la Cava era una joven refinada y según las crónicas de la época, debía ser la más guapa entre las guapas. Su belleza y el capricho del monarca harían cambiar la historia de España y por ende del mundo conocido. Don Rodrigo se quedó prendado de ella y con la excusa de procurarle una vida holgada —mientras se le buscaba un buen casorio, cosa muy normal por aquella época— le pidió al padre —el Conde don Julián, señor de Ceuta— que la trajera a palacio. Ceuta pertenecía a Bizancio y mantenía muy buenas relaciones con los godos españoles, por la cuenta que les traía. 

Ardía el sol vespertino sobre la ciudad de Toledo, en un tórrido mes de julio, mientras desde las estancias reales invadía los amplios pasillos la voz grave y potente del obispo de Toledo dirigiéndose al Rey. 

—Majestad, dejad que uno de mis monjes, del monasterio de Santo Domingo de Silos, os remedien del mal de la sarna, no permitáis que las manos de una doncella rocen vuestra real carne. 

—Por Dios, mi querido Sinderedo, que insinuáis con vuestros temores, ¿qué mejor que unas virginales manos para manejar la aguja de oro destinada a hurgar en cada una de mis llagas? No temáis nada de este leal servidor de nuestro señor Jesucristo, por su gracia fui ungido, bueno, por su gracia y por la gracia de mis queridos nobles y de vuestra leal corte clerical. ¿Acaso no me conocéis? 

—Por eso mismo D. Rodrigo, por eso mismo, porque os conozco temo, si no, ¿a qué vuestra sarna? 

—Monsergas de obispo, bahhh, ¡dejadnos sólo Sinderedo! 

—Debéis tener en cuenta que, aparte de los hijos de Witiza y sus partidarios, con vuestro atrevimiento en la ceremonia de coronación — ciñéndoos vos mismo la corona real— os habéis buscado, gratuitamente, nuevos enemigos tanto entre los nobles como en el pueblo llano, al que no le ha sentado nada bien vuestra osadía. No compliquéis más las cosas Majestad. 

—Sinderedo, ¿queréis hacer el favor de dejadnos solo? —casi susurrando, entre dientes dijo estas palabras, más pareciera que las pronunciara una víbora que un rey. 

—Como gustéis Señor, como gustéis. —Con un mohín de insatisfacción y preocupación abandonó el obispo la estancia real. En su mente, la idea recurrente de la incorregibilidad de aquel elegido, engreído y egoísta, al que tenía que obedecer por la gracia divina. 

— ¡Argilo! —el así llamado era el comes cubicularium o ayuda de cámara del Rey— trae a nuestra presencia a Doña Florinda. 

Esto iba ordenando el monarca, a voz en grito, mientras se desprendía de sus vestiduras dejando al aire sus reales vergüenzas y sus erupciones sarnosas.

—Argilo, presto que me está matando la picazón, traednos a esa doncella. 

El siervo, dando traspiés, fue en busca de Florinda quien, junto a otras doncellas de la corte, se encontraba dándose un baño en el lago ajardinado de su residencia. 

D. Rodrigo, desde el alfeizar de la ventana, contemplaba la escena extasiado por la belleza de la joven Florinda. Siguió, con impaciente mirada, el itinerario recorrido por su sirviente Argilo dando cojetadas a “paso de tortuga”. Al menos eso le parecía al cada vez más ansioso monarca. —por mor de una poliomielitis contraída cuando tenía tres años, al pobre Argilo, se le había quedado la pierna izquierda cinco centímetros más corta que la derecha. 

Cuando Argilo llegó a la entrada del jardín donde se bañaban las doncellas, le salió al paso, desde los setos que lo rodeaban, una vieja marmota haciendo aspavientos y gritando a pleno pulmón frases e improperios que D. Rodrigo, desde la distancia, no conseguía descifrar. Sonrió ante tan cómica escena pues el azacán cayó de espaldas a causa del enorme susto que le dio la inesperada aparición. Apaciguados los ánimos, después de un aparentemente pacífico intercambio de intenciones, la vieja marmota entró al jardín y le transmitió a Florinda el requerimiento real. 

La doncella, ignorante de estar siendo observada por el rijoso monarca, salió del agua cual Venus Anadiomena, luciendo una espesa trenza de brillante pelo azabache que le sobrepasaba el tronco llegando hasta la altura de los muslos. Esta esplendida visión enalteció los ánimos lujuriosos del Rey, quien decidió, en ese preciso instante, hacer suya a Doña Florinda, la hija del Conde Don Julián, puesta bajo su real y cortesana protección.

 Secó la vieja marmota la blanca piel de Florinda y sobre la misma le colocó un peplum de color morado sobre el cual enrolló, de grácil manera, una hermosa palla blanca bordada con motivos florares en hilo de oro, al estilo de la Roma clásica. Una vez así ataviada, le calzó unos calceus de cuero marrón ajustados a los pies, ahusados en las punteras, que le cubría los tobillos, atados a las piernas con tiras de cuero del mismo color. 

Cuando estuvo lista, acompañada por las cojetadas de Argilo, se dirigió hacia las estancias reales, donde esperaba su majestad el Rey con la libido disparatada. 

Lo que sucedió en aquella estancia nos lo podemos imaginar. No se sabe si la doncella fue forzada por D. Rodrigo o si la relación fue de buen grado —nadie había en esa alcoba para prestar testimonio. 

 El caso es que Florinda acostumbraba a remitir, a su padre D. Julián, cartas a través de los enviados a la corte por este. En la última misiva, quizás en un intento por justificar su más que evidente preñez y aludiendo la joven no estar dispuesta a seguir con una relación pecaminosa, le comunicó a su padre la “forzada” relación mantenida con el Rey. 

 D. Julián sintió su honor y su honra —que a la postre valdría un reino— mancillada. Traicionada la confianza depositada en el monarca, juró venganza y sedujo a los moros para que invadiesen la península, él mismo pondría los barcos. 

Antes de consumar la venganza sacó a su hija de la corte con la excusa de que su esposa se había puesto enferma y necesitaba los cuidados de la muchacha. 

Se acababa de poner en marcha, con la Batalla del Guadalete que concluyó en masacre de las huestes cristianas, la invasión musulmana y la conversión de la península ibérica al Islam —desde 711, hasta 1492 con la toma de Granada por los Reyes Católicos. 

Al poco de concluir la refriega, el caballo del rey apareció vivo, asaeteado, corriendo por el río.

 Estos acontecimientos propiciaron el nacimiento de Al Andalus, siendo su primer wallí un hijo del moro Muza que, para mayor inri, tomó como esposa a Egilona, la viuda de D. Rodrigo.

 En las proximidades de donde tuvo lugar el combate existe una finca llamada Sosa, allí posiblemente perdería la vida el monarca visigodo.

  Los lugareños contaban que, a mediados del siglo XX, se aparecía una extraña luz que salía por detrás de una fuente, la dichosa luz corría velozmente aterrando a los que estuvieran presentes. De tal manera se mantiene este recuerdo que hoy, en Puerto Serrano, cuando alguien corre se dice: “Andas más que la luz de Sosa.”

 A saber si no es esta extraña luz el fantasma vagante de Don Rodrigo.

                                                                                                                            Jara

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