sábado, 3 de diciembre de 2022

 Parece que fue ayer cuando sacaba punta a un lápiz HB 2, sobre el gastado pupitre de un aula salesiana, cuando llenaba con un nombre las páginas de todos mis cuadernos, cuando emborronaba folios con mis primeros versos, parece que fue ayer y hace más de cincuenta años. El poema de este finde va dedicado a los niños que vivimos la escuela de las décadas de los 60 y 70.



La piel del lápiz

Aún perdura el dulce aroma

de la goma de nata,

el de la madera de cedro

del lápiz que pierde,

siempre pierde, su batalla

con el sacapuntas,

y deja blondas de su piel

sobre el pupitre,

como hojas del otoño.

 

Recuerdo que me costaba tanto

romper la blancura del papel,

poner a cabalgar palabras

sobre sus cuadros o sus dos líneas,

marcar de tiza

el negro impoluto de la pizarra,

llenar de notas

un enigmático pentagrama.

Tanto me costaba

romper esa uniformidad,

como tragarme el silencio

de los compases

de un patio en formación,

o la monótona letanía

de un rosario matinal.

 

La franqueza

de un cuerpo desnudo,

perfilado a carboncillo,

nos causaba

un inocente rubor.

Tardío despertar,

nos aliábamos al levante

para, que, en su loco deambular,

levantara las faldas

de uniformes colegiales.

 

Aún perdura el aroma

de la goma de nata

virutas desprendidas

en el borrar

de los primeros versos,

mensajes encriptados

para su único lector,

poemas que comprendían

un solo nombre,

nombre que llenaba libros y cuadernos

a los que ya no me costaba

romper la uniformidad,

un solo nombre para mil versos,

el nombre del primer amor,

el único nombre que no recuerdo.


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