Parece que fue ayer cuando sacaba punta a un lápiz HB 2, sobre el gastado pupitre de un aula salesiana, cuando llenaba con un nombre las páginas de todos mis cuadernos, cuando emborronaba folios con mis primeros versos, parece que fue ayer y hace más de cincuenta años. El poema de este finde va dedicado a los niños que vivimos la escuela de las décadas de los 60 y 70.
La piel del lápiz
Aún perdura el dulce aroma
de la goma de nata,
el de la madera de cedro
del lápiz que pierde,
siempre pierde, su batalla
con el sacapuntas,
y deja blondas de su piel
sobre el pupitre,
como hojas del otoño.
Recuerdo que me costaba tanto
romper la blancura del papel,
poner a cabalgar palabras
sobre sus cuadros o sus dos líneas,
marcar de tiza
el negro impoluto de la pizarra,
llenar de notas
un enigmático pentagrama.
Tanto me costaba
romper esa uniformidad,
como tragarme el silencio
de los compases
de un patio en formación,
o la monótona letanía
de un rosario matinal.
La franqueza
de un cuerpo desnudo,
perfilado a carboncillo,
nos causaba
un inocente rubor.
Tardío despertar,
nos aliábamos al levante
para, que, en su loco deambular,
levantara las faldas
de uniformes colegiales.
Aún perdura el aroma
de la goma de nata
virutas desprendidas
en el borrar
de los primeros versos,
mensajes encriptados
para su único lector,
poemas que comprendían
un solo nombre,
nombre que llenaba libros y cuadernos
a los que ya no me costaba
romper la uniformidad,
un solo nombre para mil versos,
el nombre del primer amor,
el único nombre que no recuerdo.
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