No nos damos cuenta, inventamos dioses justificando nuestra existencia y nos engreímos en ser tan grandes que no sabemos encajar, en nuestra razón de humanos, que tan solo somos frutos del azar, de una caprichosa casualidad química. Materia que cobró vida y tomó conciencia de ser, polvo de estrellas que la pura evolución ha trastocado hasta convertirse en imagen y semejanza de alguien, cuando solo era algo. O ¿tal vez no?.
FRUTOS DEL AZAR
Digamos pronto lo que aquí nos trajo:
la sospecha del juego de la vida,
levedad, e inocencia primigenia
sorteando llanos, cimas y abismos.
Lo otro en nuestro discurso,
lo que ya nunca tenemos en cuenta
cuando nos creemos el As de picas,
aquello encerrado en su propio espacio,
—limitado espacio de una baraja.
Digamos pronto, antes que nos lo digan:
¡somos fruto de la casualidad!,
aquella indolente y azarina estrella
que desmonta dioses infantiloides
e inocencias de cielos prometidos,
como premio que sufre el universo
del juego poco serio
de algún Dios jugando a tirar los dados.
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