miércoles, 2 de febrero de 2022


 

Acto de entrega del Premio Internacional de Relato Corto Constantí 2022, por mi relato: "Fábula de una migración"

Primer premi
Fábula de una migración
Juan Antonio Rodríguez Astorga
Cádiz

Bennu Earnshaw acostumbraba a despedir el día desde su atalaya de tejo, en el bosque Rya, a la orilla del río Göta. Allí, a las afueras de Gotemburgo, no llegaba el rumor de la ciudad y se apreciaba con más claridad los diferentes matices del otoño entrante: el repetido y nervioso pik, pik, pik, corto y metálico del papamoscas cerrojillo avisando a su plebe del vuelo de alguna rapaz; la música cambiante del agua, devorando cantos rodados, en su transcurrir sin retorno por el cauce del río; y el croar de la otrora apetecible merienda, pero ahora no era el momento de pensar en su apetito. 

El sol poniente, aún poderoso sobre el horizonte, le azoraba el cristalino y hacía que sus ojos se humedecieran de saladas lágrimas. Eso, al menos, era lo que se decía a sí mismo para justificar su inoportuno llanto —se engañaba—, la génesis del brillo en sus ojos no era causa del fulgor del astro, sino de una negrura interna que, desde hacía dos semanas, le carcomía las entrañas.

Hacía casi dos semanas que Bennu no sabía nada de Herne, su compañera desde hacía cuatro años. No conocía a otra garza real con las plumas de la cabeza tan blancas como ella, y con una amplia raya negra, tan negra como el vantablack, que le embellecía desde el ojo hasta la cresta. 

La última vez que volaron juntos, Bennu alardeaba de ser más veloz que Herne cogiendo la delantera y ganándole distancia a su pareja hasta que un fuerte estruendo, ¡bang!, le estremeció el corazón y paralizó su esbelto vuelo. No se atrevía a volver la cabeza, presentía una desgracia; y cuando lo hizo… Herne había desaparecido de su vista. Solo cielo, tierra y mar y bandadas de palomas dándose a la fuga, y los ladridos hirientes de una jauría de perros bracos —muerte, moteada y marrón, a cuatro patas— al cobro de alguna pieza le hizo presagiar lo peor.

Dos semanas de esperas y de vigilancia vana sobre el altozano de tejo. Eludir su estruendosa soledad; asumir la eterna ausencia de las llamadas de bienvenida de su hembra cada vez que Bennu volvía al nido con el buche atestado para alimentar a sus polluelos; aceptar que el próximo amanecer sería el último en esa estación de esperas, antes de emprender el que, probablemente, fuera también su último viaje al sur, se le antojaba absolutamente insoportable. 

Bennu sabía que había sobrepasado con creces la vida media que se le suponía a las garzas reales —unos cinco años— y esto era corroborado día tras día en las relaciones con sus vecinos, ninguno le superaba la edad. Él nació, hacía seis primaveras, en el mismo lugar del que se disponía a partir. Nunca se sintió un anciano hasta hacía dos semanas en que perdió el sustento de su jovialidad, su querida Herne.

Después de un último y desesperado vistazo al horizonte, se acurrucó entre las ramas del árbol y se dispuso a dormir. A la mañana siguiente le esperaban kilómetros de aleteo en compañía de sus congéneres, sobre la orografía de media Europa, en su camino hacia los cuarteles de invierno en las marismas del Coto de Doñana. 

En el silencio de la mañana sueca, el aire frío otoñal entrecortaba un lejano trompeteo a modo de señal de salida. Poco a poco se fueron formando, bajo un cielo gris, pequeñas uves aladas. Cada elemento de la formación mostraba sus cuellos estirados y largas alas con sus remeras negras. El grupo familiar de Bennu recorría, año tras año, la ruta migratoria occidental: unos agotadores cuatro mil kilómetros. Su primera parada estaba prevista en el lago del Der, de la región de Champagne, al nordeste de Francia.

Este primer tramo empezó a hacer mella en Bennu, antes de posarse en la orilla del lago notó cómo sus fuerzas iban mermando. Volar por encima de los nueve mil metros, sobre el campo algodonado de nubes, no era baladí —y menos a su edad, y con su estado de ánimo—; pero se repuso con rapidez tras la ingesta del agua fresca y los peces y anfibios que iba pescando con su largo pico. Él siempre fue muy habilidoso en estos menesteres, no en vano había alimentado y sacado adelante a innumerables camadas de polluelos junto con su Herne. 

Hoy en día, esos polluelos se habían convertido en hermosas garzas que volaban a su lado rumbo a Andalucía.

A todos ellos les esperaba el impresionante cordón montañoso de los Pirineos, con sus nieves eternas blanqueando picos rocosos; pero antes, una nueva escala en Capiteux. Los más débiles y enfermos se iban quedando por el camino. Bennu, una vez recuperadas sus fuerzas y sus ganas por llegar al lugar donde había sido feliz con su pareja, se sentía capaz de emprender de nuevo el vuelo para gozar, una vez más y en solitario, de su particular paraíso, donde disfrutaría del invierno templado meridional y de la abundancia de las charcas del Coto.

Como era costumbre entre las garzas reales, efectuaron una penúltima parada en la laguna de Gallocanta, entre las provincias de Teruel y Zaragoza. Allí se reunían todos los años, antes de partir para su destino definitivo, unos sesenta mil ejemplares. Una inmensidad alada que, en estruendoso trompeteo, se saludaban, se peleaban por antiguas rencillas pendientes de resolución y, sobre todo, se contaban sus experiencias en los diferentes humedales europeos de procedencia.

Bennu, como cualquier otra garza real, hacía lo propio. Entre tanto trompeteo, milagrosamente, distinguió el de un viejo compañero de nidada, su hermano Hernshaw al que, aun pasando toda la primavera y el estío en el mismísimo río Götta, hacía varios meses que no veía; y es que Hernshaw siempre fue un poco peculiar, algo bohemio y botarate, no muy dado a las relaciones familiares. Preguntado por este sobre el paradero de su compañera Herne, le compartió su tristeza por la desaparición de su amada.

Hernshaw entrelazó su cuello con el de Bennu en un intento cariñoso de consuelo y se aprestaron a volar juntos hacia las deseadas marismas.

Despeñaperros era la última frontera montañosa a cruzar. Desde la altura a la que volaban se visionaba la cordillera como una pequeña protuberancia sobre los llanos manchegos. Y por fin Doñana, con sus enebros marítimos, eucaliptos, uñas de gatos, pinos piñoneros, adelfas, alcornoques… sus dunas y, por supuesto, sus extensas marismas, su coto privado de caza.

Entre recuerdos, noches de búhos y de linces, que no fueron óbices para disfrutar de una apacible existencia, llegó marzo. Inesperadamente, la primavera hizo acto de presencia con su novísima alfombra verde y sus amapolas rompiendo la uniformidad del color de las llanuras. Y, una vez más, la naturaleza se disponía a interpretar, cual concierto de Vivaldi, las mismas notas barrocas y esplendorosas con que despedía todos los inviernos. Se apreciaba, en el ambiente de las marismas, el alboroto de los preparativos del viaje de vuelta; el resurgir de la vida que año tras año se estrena y vuelve a estrenarse en un bucle infinito musicado de algarabía.

Bennu, desde su atalaya de pino piñonero, observaba cómo la tarde agotaba sus últimos rayos de luz. Sus ojos no brillaban ni titilaba una salada lágrima en la comisura de su lagrimal. Esta vez no partiría al amanecer hacia el norte, la tarde anterior se había despedido de Hernshaw con un fuerte y apretado abrazo de cuello. Su hermano aún se encontraba con fuerzas para volver y lo hacía junto a su nueva pareja, una joven garza con el plumaje de la cabeza casi tan blanco como lo tenía su querida Herne, aunque la franja negra que lucía desde el ojo hasta la cresta no fuera tan fulgente ni profundo como el de esta. Les deseó toda la suerte del mundo y les manifestó su deseo de volver a verlos al año siguiente.

Doñana sería su retiro definitivo, lo tenía decidido desde su partida de Gotemburgo. Total ¿no era eso precisamente lo que hacían los humanos jubilados, ingleses, suecos, alemanes y demás nórdicos: comprarse una casita en el Sur para vivir en paz y armonía el resto de sus vidas?



NOTAS: Los nombres de los protagonistas de este relato no son escogidos al azar:
—Bennu, en el Antiguo Egipto era la deidad pájaro, asociada con el sol, la creación y el renacimiento, y fue representada como una garza en la obra de arte del Nuevo Reino.
—Earnshaw, Hernshaw y Herne, son apellidos ingleses derivados de la garza, el sufijo “shaw” significa madera, refiriéndose a un lugar donde anidaban las garzas.

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